miércoles, 22 de diciembre de 2010

¿Cuál cree que ha sido el gran motivo cultural por el cual la “palabra saturada” de Joyce se transformó en la “palabra enmudecida” de Beckett a lo largo del Siglo XX?

Enrique Vila-Matas respondió:


Sólo sé que de la epifanía fuimos a la afonía. Y aquí juzgo pertinente recordarle aquel momento de París no se acaba nunca en el que cuento que un día vi a Beckett en el Jardín de Luxemburgo. No tenía previsto que pudiera encontrármelo algún día. Sabía que no era un clásico muerto, sino alguien que vivía en París, pero siempre le había imaginado como una oscura presencia que sobrevolaba la ciudad, nunca como alguien al que uno se encuentra leyendo desesperado un periódico en un viejo parque frío y solitario. Le estuve espiando y vi que de vez en cuando pasaba página, y lo hacía con una especie de enojo tan grande y una energía tan intensa que si el Jardín de Luxemburgo entero hubiera temblado no nos habría extrañado nada. A llegar a la última página, se quedó entre absorto y ausente. Daba más miedo que antes. El amigo que me acompañaba en aquel espionaje me dijo: “Es el único que ha tenido el valor de mostrar que nuestra desesperación es tan grande que ni palabras tenemos para expresarla”. Entiendo, siempre que recuerdo esas palabras de mi amigo, que Beckett aún llevó más lejos el callejón de salida de Joyce, de quien fue, por cierto, secretario. “Ni palabras para expresarla”. Es una verdad a medias. Gracias a decir que no hay palabras, uno se anima a encontrarlas. Mi obra literaria se ha movido siempre en diferentes callejones sin salida, encontrando, de todos modos, salida en cada uno de ellos, pero yendo a parar a callejones nuevos en los que prevalece aquella frase de Kafka que figura en mi imaginario escudo de armas: “Y no hay salida”.

Una entrevista colectiva a propósito de Dublinesca.