viernes, 7 de octubre de 2011

Por el lugar que ocupa en casa, La posibilidad de una isla es el signo latente de una experiencia sensible. Llegó tras una mudanza que cambió todo, porque significó compartir, por primera vez, no sólo una biblioteca, sino una casa y una vida. Recuerdo la sonrisa de la mujer que trajo ese libro de Michel Houellebecq –para nuestra nueva biblioteca– mientras llenaba el espacio vacío, porque también dijo que llenar espacios vacíos es un trabajo inacabable.

En tal caso, ni Houellebecq ni La posibilidad de una isla habían estado en mi radar hasta un par de años previos. Esa misma mujer me propuso desarmar ese prejuicio. Hoy sé que nadie mejor que Houellebecq ha narrado las infinitas posibilidades, fantasías y trampas (culturales, económicas, técnicas) alrededor del cotidiano intento que un humano hace por establecer un contacto con otro.

Por eso, el día que alguien sistematice un análisis de Houellebecq en uno de esos seminarios que se dictan en fundaciones donde la creatividad es la mejor amiga del dinero filantrópico y de la ligereza impositiva, tal seminario deberá llamarse La experiencia sensible. Y cuando eso pase, voy a sonreír y pensar en esa mujer.


El libro recordado