jueves, 3 de noviembre de 2011

Hasta su propia madre –Lucie Ceccaldi, la mujer que dio por muerta luego de que lo abandonara en manos de su abuela, de quien Houellebecq tomó su apellido– publicaría un libro en su contra, ofendida por algunos paralelismos autobiográficos en Las partículas elementales.

Sin embargo, los fríos mecanicismos sociales y la imposibilidad de sostener experiencias sensibles volverían a sedimentarse en su próxima novela, Plataforma (2001). 
Con ese retrato de un mercado globalizado de la demanda y la oferta sexual –donde los adultos liberales de los países centrales consumen el único “capital humano” del que disponen todos los menores de los países más periféricos–, Houellebecq volvió a ser acusado, esta vez, de celebrar ese mismo espejo ante el que sus lectores no podían dejar de fascinarse (las ediciones de la novela se imprimían casi a la misma velocidad que se agotaban).

Lacónico, se radicó sucesivamente en Irlanda y en España. Para evitar impuestos, persecuciones y el ruido que él mismo genera cuando es necesario, como con la publicación de la novela La posibilidad de una isla (2005). Supuestos sabotajes editoriales, contratos millonarios, traducciones a 35 idiomas y una película dirigida por el propio escritor tres años después, entonces, demostraron hasta qué punto los hilos del “escándalo mediático” también podían ser manipulados a su propio gusto.

El desprecio público lo alimentaba, y esa dieta parecía hacer más adictos a sus lectores, aún a riesgo de opacar el rédito estético de uno de sus trabajos más acabados. Con un Houellebecq a pleno en un mundo de humoristas, clones, ninfomaníacas y gurúes new age, el francés volvía a lanzar sus latigazos.


Michel Houellebecq, bestseller, misántropo y poeta